Nueve notas aleatorias sobre la luz artificial, por Luis Eduardo García

1.  En un texto llamado “Como un corte de pelo universitario”, Charles Simic dice:

Todo sería muy sencillo si pudiésemos controlar nuestras metáforas. No podemos. Lo mismo es verdad respecto de los poemas. Podemos comenzar creyendo que estamos recreando una experiencia, que estamos intentando una mímesis, pero entonces el lenguaje toma las riendas. De pronto las palabras piensan por sí mismas.

Es como decir “quería ir a la iglesia pero el poema me llevó a las carreras de galgos”.

Cuando eso me pasó por primera vez estaba horrorizado. Me tomó años admitir que el poema es más listo que yo. Ahora voy a donde él quiere ir.

(Traducción de Rafael Vargas)

Algunos poemas de La luz artificial de las cosas me hacen sentir justo así. Como si tuviera entradas para el cine y terminara patinando en el hielo. No es ninguna queja.

 

2. Escribe Brenda:

No supe amar a los gatos

a los nenes

a los perros

a los insectos

Amé por otro lado y sin pensarlo mucho como debe ser el amor

libre de pretensión

a los ancianos que empacan las mercancías en el súper

Al principio pensé que eran versos muy hermosos. Después recordé que Anne Carson escribió que el deseo al cuadrado es amor y me parecieron perturbadores. De nuevo, no tengo ninguna queja.

 

3. A pesar de su acidez e ironía, es fácil identificarse con los hablantes de los poemas del libro. Poseen cierto carácter que nos permite establecer una relación de complicidad con ellos. Nos hablan desde la pérdida, desde el fracaso, desde la falta. Es decir, desde lugares que nos son perfectamente conocidos.  (Por más que nuestros tiempos intenten edulcorar incluso a Beckett, fracasar mejor sigue siendo fracasar y duele igual que fracasar miserablemente). Sí, tenemos la membresía de ese club. Al menos no estamos solos en esto.

 

4. Hipótesis: el villano del libro es el amor. Aparece una y otra vez, cavando sus túneles debajo de las hortalizas, arruinando los cultivos. Por más que intentan mantenerlo a raya, insiste de tal modo que la única opción es rendirse. Dejarlo apoderarse de aquello que desea. Porque el amor es fuerte y es raíz del mundo y hay que decir que sí.

 

5. Los poemas de La luz artificial de las cosas narran. Saltan, sí, se desvían, martillan, se pulverizan en ocasiones, pero no dejan de narrar. Su tensión se construye en ese impulso. Mejor que un hilo narrativo: una mecha encendida. Al final: claro, el estallido.

 

6. La de las nacidas en los setenta debe ser, probablemente, la generación de autoras más interesante de la actualidad en México: Sara Uribe, Dolores Dorantes, Maricela Guerrero, Minerva Reynosa, la propia Brenda, etc. (Traducción: debe ser, probablemente, la generación de autoras que más me interesa de la actualidad en México). Sus escrituras, completamente singulares, combinan la exploración formal, conceptual, discursiva y lírica desde ángulos muy diversos y, lo que me parece más importante, dejaron atrás de una vez por todas de esa poesía venida de un lugar congelado en el tiempo, heredera directa de Gorostiza, Paz, Bonifaz Nuño, el premio Aguascalientes y los sillones de terciopelo, para construir, a partir de esa ruptura, un paisaje distinto, con otros motivos, referencias y propósitos.

 

7. A lo largo del libro aparece quince veces la palabra mar y dieciséis veces la palabra agua. Tal vez me equivoco, pero siento que esa presencia líquida está ahí, al fondo, cruzando cada página, aunque no siempre sea nombrada. Hay una añoranza por ese cuerpo inmenso. Un amor que rompe, se aleja y regresa cada vez.

 

8. Lo anterior me recordó que, en El ojo castaño de nuestro amor, hay un texto en el que Mircea Cărtărescu rememora la vez que conoció el mar. Tenía doce años. Ni sus abuelos ni sus padres pudieron ver nunca al monstruo azul. Leo un fragmento:

Cuando acabó el campamento y volví a casa, permanecí de nuevo, durante todo el viaje, sentado en mi asiento del autocar, sin decir una palabra. Mis padres me esperaban en el patio de la escuela: dos extraños, dos anatomías desconocidas. Caminamos los tres lentamente en medio de la noche, entre casas sin sentido ni consistencia. La luna caminaba a nuestro paso, era tan grande que arrastraba nuestras sombras, las estiraba penosamente, como a los condenados en el potro de tortura. Al llegar a casa, el apartamento me pareció una madriguera escarbada en el suelo, el escondrijo de una rata. Lloré horas muertas en la bañera. Mis padres, con la cabeza pegada a la puerta del baño, gimoteaban al oír cómo mis lágrimas caían al agua. Pertenecía ahora a otra especie, pues había visto el mar y había resultado ileso. Pero ellos eran gente de tierra adentro, llenos de huesos y raíces.

 (Traducción de Marian Ochoa de Eribe)

 Las voces que hilan los poemas de La luz artificial de las cosas también pertenecen a esa otra especie.

 

9. Y al final, la sensación de que todo el libro es un intento de recuperar la memoria. O mejor dicho, de rescatarla del naufragio; como cuando los niños intentan desesperadamente evitar que la ola destruya sus intentos de castillos de arena. En la página 73 del libro hay un poema breve, hermoso y terrible, que se titula “Guerra del Golfo”:

En la Guerra del Golfo recuerdo estar sentada mirando la

tele

yo de quince

mi hermano de once

mi padre cerca

mi madre cerca

unidos más que nunca en la fascinación del bombardeo

lugares lejanos en una guerra como toda guerra

incomprensible

atónitos nos amamos en familia como nunca más.

Por supuesto sabemos que las voces de los textos no tienen que corresponderse con la voz del cuerpo que escribe y que los yoes líricos son máscaras. Pero también sabemos que a la vez no lo son. Por eso es capital este ejercicio de rescate. Alguna vez el poeta argentino Silvio Mattoni escribió: qué es escribir sino rezar hacia el aire para que algo de lo que aquí y ahora está se salve, para que sea leído.

 

La luz artificial de las cosas, Brenda Ríos, Arlequín, 2021.