Agradecer es lo primero. Por invitarme a leer Oblatos-Colonias y a participar en esta fiesta de presentación de la segunda edición, 12 años después de la primera. Quedé, como decimos los tapatíos, feliz de la vida con esta lectura. Oblatos-Colonias se trata de un libro de puertas abiertas para todos: los tapatíos, los foráneos, los visitantes, los de a pie, los de bicicleta. Esta es su primera bondad: es para todos, con lo que el lector modelo del que tanto habla Umberto Eco se multiplica en un sinnúmero de posibilidades de lectura e interpretación. Es difícil no pasar a un libro así. El que se aguante las ganas y se quede sin introducirse, corre el riesgo de perderse de una anécdota interesante, de un dato increíble, de una versión ingeniosa de la realidad tapatía: salpicada no de invención, pero sí de rumor popular, de canto urbano, de tiempo. Guadalajara, en estas páginas, es “horizonte”: magnificencia a la vista. En cada capítulo, el lector es invitado a participar a no quedarse sentado sin bailar y a echarse un zapateado de puro gusto: a pesar de los pesares, esta ciudad, la nuestra, sigue en pie – medio fregada – pero en pie al fin. La pluma avizora de Juan José Doñán narra un panorama amplio y suficiente para empezar a ver la ciudad que pisamos con menos aires de grandeza y más de indagación, de búsqueda. La historia se sigue escribiendo todos los días. Así lo dice el prólogo de la primera edición: Guadalajara como destino; y lo remarca el segundo: nunca todo será dicho.

No es noche para hablar de mí, pero ese es otro de los problemas de este libro: invita al protagonismo. No seré muy extensa; al menos tendré esa cortesía con ustedes. Soy escritora tapatía: ambas, el oficio y la nacionalidad, por elección. Por un lado, uno no decide en dónde soltará el primer berrido; por otro, después de breves estancias en otros lugares, éste es siempre mi lugar de retorno: para bien, para mal o para regular. Nací entre el año “jubilar” de 1964, cuando el habitante un millón de esta ciudad asomaba su cara redonda, y el 68, con todo su alebreste estudiantil, político y social. Es decir, que para cuando yo daba mis primeros pasos bajo este cielo añil, la cosa iba por el millón y un cuarto. Aquellos tiempos – y tuve oportunidad de corroborarlo esta mañana con mi maestro de ajedrez (léase, mi padre) – eran de trabajo diario pero de relajación, de vida productiva, mas intensa y muy sabrosa. Se podía practicar sin complejo alguno el vicio de la procrastinación, la desidia, la tarea incumplida; sin por ello ser un vago de cuarta categoría. La siesta, ese placer insuperable, se cubría en horario de 2 a 4, con todo y piyama para no arrugar el pantalón de casimir y la camisa de manga larga. Le pregunté, con la intención de traer sus remembranzas a esta mesa, qué era lo que más extrañaba de Guadalajara, a la que llegó a los diez años, proveniente de Parral, Chihuahua, cuando su padre decidió jalar a toda la familia para huir de un escándalo familiar. No lo pensó mucho: las calles, dijo, bonitas, empedradas. Sus ojos pequeñitos – verdosos y nostálgicos – viajaron por el túnel del tiempo, hasta aquella hermosura de ciudad que, por supuesto, habré de regalarle en este hermoso volumen de recuperación, de tiempos idos.

En Oblatos-Colonias, las anécdotas, afianzadas por testimonios fotográficos, escritos, visuales; corren como reguero de pólvora por la memoria del lector e incendian su entusiasmo por revivir la cita de D.H. Lawrence, que viera en las torres de la catedral lo bello y lo triste:”…contemplan solariegas lo que las rodea como dos pájaros que, perdidos y juntos sobre el mástil, alzaran sus cabezas blancas para ver mejor la desolación circundante”. Eso bello y triste, que es también el título de la última novela de Yasunari Kawabata habla, como en ésta, de un trágico romance, pero no entre Oki y Otoko, sino entre Guadalajara y sus cabezas grandes, sus meros meros; mientras, los habitantes –desarmados, para nuestro consuelo – como el chinito, nomás miramos, mientras nada detiene el vértigo, los ultrajes, el decaimiento. O somos muy confiados, o de plano nos alivia el viejo adagio, Ay, Jalisco, no te rajes. El sino de este lugar es no cejar en el intento: Ella, la Guadalajara de las jacarandas y de los camellones, se erige tras cada embestida, se reviste de nuevas intenciones y hasta ahora, soporta con estoicismo los rítmicos golpes del poder y la codicia. Es visto que los jalisquillos decimos gracias y por favor muchas veces, al menos tres o cuatro en una misma conversación. Nuestro sentimentalismo, por demás, es innegable. Nos duele el cuerpo y el alma cuando cortan un árbol, maltratan un perro y ¡cómo no!, cuando se derrumban regalos arquitectónicos y se suplen por horrendas visiones estéticas. El agua, nuestro tema común por excelencia, corre peligro todo el tiempo y, de pronto, de entre las piedras, un brote cristalino resurge del fango. La esperanza, como es bien conocido, nunca muere.

Esta mañana, en lo que mi caballería corría el grave peligro de ser devorada por la mente sagaz y experta de mi oponente, acepté – a pesar de que no como cerdo ni azúcar – a engullir una improvisada torta ahogada (eso sí, con genuino birote salado)y una maravillosa bebida de tuna. Hablamos del Club Ovoide – un antojo para los sentidos -; de Agustín Yáñez, digno representante de su “clara ciudad”; de José Clemente Orozco y el rumor de que sus últimas obras reposan debajo de un colchón; de la “salsa ponzoñosa” de las ahogadas de El Güero. Al final, no soy tan tapatía como me gusta decir, lo cual es una lástima. Mi relación con la bicicleta, esa hermosa tradición que retoma con fuerza el vuelo, se tiñe de vergüenza al recordar algunos desastrosos eventos desde la infancia hasta la adultez inconcebible. Descartada ésta, queda el futbol, al que no pude hacerme aficionada, a pesar del esfuerzo que puse en el asunto. Me gustan las iglesias vacías, y así con otras reticencias. Me gusta andar, eso sí, con los pies en la tierra, recorrer espacios y aprender. Exactamente de un viaje así es que ahora regreso. Ha sido largo el trayecto, pleno de matices y recovecos tan iluminados como sombríos. Permítanme ustedes un último agradecimiento (me faltaba uno), por el gusto de estar en esta mesa, acompañada del “memorioso” por excelencia y de un libro ejemplar.

Es hora de un tequila, ¡Salud!

Gabriela Torres

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