Por José Manuel Torres Funes*

Sayula, 8 de diciembre de 2025.

 

La noche del 2 de octubre de 2019, el Ayuntamiento de Sayula, presidido por el entonces presidente municipal, Daniel Carrión Calvario, derribó el antiguo Jardín de Niños Celso Vizcaíno. El inmueble, además de ser catalogado como patrimonial, iba a ser la sede del Centro Cultural El Páramo, el museo de Juan Rulfo, inexistente en su ciudad natal, Sayula.

Repican las campanas de la parroquia de la Inmaculada Concepción, a unos pasos de la vieja guardería, concebida para los niños pobres de Sayula, después de los tiempos de la revolución, en el otrora jardín privado de la burguesía local. Una “afrenta” que traspasó generaciones, y que solamente el ayuntamiento de Carrión se atrevió a «enmendar».

Atravesamos la calle y caminamos hacia el quiosco municipal, cuyas estructuras originales de madera fueron reemplazadas por piezas cortadas con técnica láser, y que, para las fiestas decembrinas, ha sido decorado con letras de neón de Coca-Cola.

De nuevo, donde debió haber sido el museo de Rulfo, Carrión mandó levantar un parquecito insulso. Abortar el Centro Cultural El Páramo fue un acto pensado, oscuro e —innegable y tristemente— rulfiano.

Nunca fue fácil Sayula para el escritor.

Para sus peregrinos, no obstante, es un lugar indispensable, porque renegó de ella y porque allí nació.

En vida, Rulfo hizo creer que había nacido en San Gabriel o en Apulco. Fue en Sayula, dice el acta, exhibida en la Casa de la Cultura Juan Rulfo, lugar de pobre memoria del escritor:

En Sayula, a las 111/2  once y media de la mañana del día 24 veinticuatro de mayo de 1917 mil novecientos diecisiete, ante mi Teniente Coronel, Francisco Valdés, Presidente Municipal y Encargado del Registro Civil, compareció el ciudadano J. Nepomuceno Pérez Rulfo, casado, agricultor de 28 veintiocho años de edad, originario y vecino de esta ciudad y expresó que en la casa número 32 treinta y dos de la calle de Francisco I. Madero, nació en 3er tercer lugar y a las cinco de la mañana del día 16 dieciséis del actual el niño que presenta vivo y quien lleva por nombre Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno e hijo legítimo del exponenente y de su esposa, María Vizcaíno Arías, de 20 veinte años de edad…

Mientras los oficialismos hacen lo posible por limitar y usurpar la estela del escritor, en las paredes de la ciudad se multiplican frases suyas escritas en letras de hierro (frases que se leen como letanías mientras se anda), murales con su figura, casi siempre la misma: el Rulfo fumando, con una mirada triste, observando fijamente el objetivo de la cámara.

En Sayula todavía viven algunos de sus parientes. Una ferretería céntrica, tlapalería, como la llaman en México, es atendida por un ramalazo de su familia (vale la pena darse una vuelta solamente para adivinar sus rasgos en las caras de esas personas).

Nos detenemos un momento a tomar café, en un parque central. Una joven barista, con un puesto callejero, nos prepara un exquisito expreso doble.

«Hacía falta un buen lugar para tomar café», le dice Felipe.

Recorremos la parte «española» de la ciudad y la parte «indígena». Las diferencias, aunque visibles a primera vista, no son tan marcadas.

En un callejón sin salida, aparece otro mural de Rulfo. Encorbatado, con la mirada fija, con un cigarrillo entre los dedos. Siempre viendo como si supiera lo que va a suceder.

Debió haber fumado como un poseso cuando escribía. ¿Qué se desprendía de esas volutas de humo?

Sus países siguen siendo comarcas parcialmente inaccesibles, cambiantes, tránsfugas.

Desde la autopista, donde median 96 kilómetros desde la ciudad de Guadalajara, se percibe un territorio de planicies que se detienen en montañas medianas, de neblinas espesas que sumergen poblados de riquezas ancestrales. Extensas ciénagas son espejos de agua en la temporada de lluvia y lodazales durante la temporada seca. La mirada nunca es igual, no porque cambie el observador, sino porque cambia el mundo.

Rulfo anduvo estos parajes, páramos, con cámara y libreta en mano, recogiendo, de cuando en cuando, plantas y flores raras.

La Sierra de Tapalpa, la Sierra del Tigre, Amacueca. Por ahí también transitó otro gran escritor, Ramón Rubín, un poco olvidado, rebelde, explorador de la temática indigenista, y autor de una de las primeras obras ecologistas de México, La canoa perdida, novela publicada en 1951.

Es una geografía cuyo destino es ser narrada. Más lejos de Sayula, ya entrando en una región todavía más honda, se asoma Talpa, Tuxcacuesco, la auténtica Comala de Pedro Páramo. «De Comala», la real, me dice Felipe Ponce, mi editor (Ediciones Arlequín de Guadalajara), «Rulfo tomó la sonoridad. El pueblo de Pedro Páramo es Tuxcacuesco».

Es peligroso ir ahí, quizá siempre lo fue. Rondan los hombres del Mencho, el cártel Jalisco Nueva Generación, la mafia que tomó el control de México, que ya relevó al cártel de Sinaloa.

Lo evitamos.

«Dios me los proteja, Dios me los cuide», nos despidió la anciana tía de Felipe, de noventa y tantos años, que bien pudo haberse cruzado con Rulfo en algún momento. Y en su invocación, de la que no recuerdo textualmente sus palabras, se advierte la cultura del desasosiego, que resuena en las encomendaciones, el temor por aquellos que tal vez no iban a regresar.

No es para menos, Jalisco siempre vio mucho muerto. Lo sigue viendo; basta darse una vuelta por Guadalajara y detenerse en sus paredes a leer los nombres de esos miles de personas que han desaparecido.

Luego de unas horas en Sayula, de la lectura histórica extraordinaria de Felipe Ponce, de encuentros sorprendentes, como las visitas a las tías, a la microcervecería Ánima de Sayula, del ingeniero Roberto Rodríguez Quintero, y a las tiendas de los maestros cuchilleros (Sayula es un pueblo de excepcionales artesanos del cuchillo), concluimos la visita de la ciudad en el 124A de la calle Manuel Ávila Camacho.

«La casa tenía que abarcar toda la cuadra, por lo menos. Por ahí no podían entrar los caballos», observa Felipe.

Ahora es 124 A de la calle Manuel Ávila Camacho. El acta dice que Rulfo nació en el 32 de Francisco I. Madero. La placa sobre la pared propone otra versión: «El 16 de mayo de 1917 nació en esta casa No. 40 de la entonces Calle Madero el célebre novelista Juan Rulfo».

Es probable que la verdad se complete con las dos versiones: la casa de la familia iba por lo menos del 32 al 40 de Francisco I. Madero.

Me voy de Sayula cargado de palabras, de visiones.

Pero hay algo en este ambiente, en estos parajes, que cuesta apalabrar, que, a lo mejor, se representa mejor en imágenes, en fotografías.

De regreso, cruzando en vehículo el poblado de Usmajac, para abordar la carretera para Guadalajara, pasamos frente a la Hacienda de Amatitlán.

Es la propiedad, del siglo XVI, de quien fuera casi como un virrey, Alonso de Ávalos.

La hacienda del encomendero, el conquistador Alonso de Ávalos (que murió a los 80 años), primo de Hernán Cortés, fundador de la Provincia de Ávalos, el país de Rulfo, de Arreola.

Basta verla dos segundos para reconocer la matriz de los latifundios, el prototipo de las haciendas de los terratenientes, la infinitud del poder.

Como en un sueño, observo los vestigios a través del movimiento ralentizado del vehículo.

Es una hacienda interminable, viva. De pronto, experimento el desfase con la realidad cuando se abren las puertas de la Historia. Veo como en claraboyas de luz el tiempo imbricándose.

Se me viene a la mente una referencia cinematográfica, la Zona, de Stalker, de Andréi Tarkovski.

La hacienda de Ávalos está viva, me digo. Y, es terrible, pienso. Ahí está, empozando y bebiéndose toda la Historia, separada del mundo con unos alambres de púas, muriéndose viva, con la boca llena de tierra.

Sé, con toda seguridad, que por un instante, mis ojos han visto lo que vio Juan Rulfo.

No puedo pedir más.

 

*José Manuel Torres Funes (Tegucigalpa, Honduras, 1979). Periodista y escritor, vive en Francia desde 2010. Es autor de los libros de relatos Desfiladero (2003), Esta tarde vi llover (2017), Como las iguanas (2023), de las investigaciones periodísticas El Libro Azul de Casa Alianza (2006), El dolor de la ausencia (2007) y de la novela Honduras bajo nieve (2025).

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