Presentación de «Tiempo de plantar olivos», por Guadalupe Morfín
Me siento muy contenta de compartir esta presentación con dos mujeres excepcionales, como lo son Cristina Romo y Françoise Roy. También estoy muy agradecida con mis editores de Arlequín, Felipe Ponce y Elizabeth Alvarado, que se la han jugado conmigo otra vez en un libro de poemas.
«Sin esperanza no pueden plantarse olivos», dicen los campesinos del sur de Italia. Hace poco, un español que vino a Car Free Cities, Antonio Lucio Gil, y me regaló un dicho de su tierra: «Para nosotros, cebada, para los hijos, uvas, para los nietos, olivos». Así pues, plantar olivos es dejar algo a los nietos, a los que nos siguen. Este libro —con una hermosa portada de Kespo Rodríguez— que representa un olivo viejo, lleno de humanos frutos, revela las huellas detrás de un trabajo poético realizado a tientas, casi a la intemperie; pero, paradójicamente, con mucha fe, con la esperanza puesta en el día a día, con todo el amor posible.
Los poemas que ahora comparto —a diferencia de los de mi libro anterior en esta misma editorial, Mansos diluvios, de corte más íntimo—, corresponden a una observación amorosa del mundo, en clave de derechos humanos, a raíz de mis desempeños públicos o de mis faenas personales en ese tema. Por eso incluyen tránsitos, traslados, y llevan fechas y lugares. Cuando no lo llevan, es porque fueron escritos en casa, es decir, en Guadalajara o Zapopan.
Este libro es mi explosión personal de preguntas y de asombros de una navegación ardua; como la niña en el bosque que espera el amanecer y enciende una fogata para el extravío a través de las palabras, o el navegante que otea el faro en medio de la tormenta.
Lo escribí «a salvo y en el desamparo; en aviones, en hoteles, y en esa hospitalidad transitoria que en tierra ajena se vuelve maná de la comensalidad.En su inmensa mayoría, los viajes que inspiraron los textos de la sección “Fogatas del viaje”, fueron viajes de trabajo, y robé tiempo al descanso para escribirlos. Por años, salí de casa los lunes, con mis maletas, y regresé los viernes, para estar con los míos…»
Creo que en México es posible ponernos en marcha para respirar un aire fraterno y no fratricida. Un aire hecho de no postergar nuestros sueños, pero también de no imponerlos. La luz de la paciencia, ese preludio humilde de la paz. Esa otra forma de conciencia a la que aludía Antonio Machado.
No sé cómo consolar a mi país sin las palabras. Este libro es mi forma de intentar ese consuelo, de compartirle mis claves para volver a ser el gran hogar de todos los que lo habitamos. Yo misma no supe cómo volver a casa sin la poesía, cómo consolarme durante el desempeño de tareas que me desafiaron hasta mis más hondas raíces personales en el campo de los derechos humanos, la atención a víctimas de violencia de género o de trata de personas, la prevención y la investigación de delitos en Guadalajara, en Ciudad Juárez, en todo México. El abrazo de los míos fue mi abrigo; la poesía fue mi casa íntima. Si no naufragué fue porque otras y otros me sostuvieron y porque tuve cuadernos y plumas a la mano, o una computadora para comenzar a escribir lo impronunciable.
Este libro es mi manera de arrullar a mi México dolido y de mirar otros países desde la luz de mi propia raíz mexicana. Mi país, entrañable y único, saldrá de esta oscuridad porque nunca ha dejado de ser un pueblo que alimenta la esperanza. Este libro también es un canto de asombro y gratitud por todo lo vivido.
Soy una mujer que debe mucho a la solidaridad de otros. Mis familiares más cercanos: mamá, hermanas, hermanos, de las familias Morfín Otero y Soto Romero; mis amigas y amigos, que son mi oportunidad más grande de ser honesta conmigo; mis equipos de colaboradores y consejeros ciudadanos —Cristina Romo y Margarita Sánchez Van Dyck, aquí presentes, fueron consejeras—; mis terapeutas del alma y del cuerpo; mis interlocutores. Las mujeres víctimas; las mamás que me confiaron sus historias; los indígenas nahuas y del pueblo wirrárika de mi tierra, Jalisco; los migrantes del cultivo del tomate; los policías honestos; los colegas funcionarios públicos decentes, que hacen lo que les corresponde, a veces en contextos muy desalentadores. Este libro les da las gracias a todos ellos, pero pertenece sobre todo a quienes tejieron los lazos que me mantuvieron viva cuando tocaba el límite de mis fuerzas: a Jesús, a Jesús Carlos, Daniel y Andrea, mis luminarias mayores.
2 de diciembre de 2011